domingo, 19 de abril de 2020

Capítulo 10. El psícope
















LA VISITA AL DOCTOR VON HACKEN

Nunca debió convencerme Von Bruck para ir al médico. Cuando entré en la consulta me intranquilizaron la bata blanca del doctor Von Hacken,  un cráneo pisapapeles sobre la mesa, un viejo tintero junto a la salvadera, el armario de madera de caoba en el que decenas de cajas de colores se amontonaban desordenadamente, la tela roja que tapizaba las paredes, la auscultación, el expectante solemne silencio, un difuminado olor a formol y una reproducción de la “Lección de anatomía” de Rembrandt junto al juramento hipocrático. Todo me descomponía, jugaba en campo contrario en un escenario desagradable.

Acabaron por derrotarme las mágicas palabras en labios del hechicero: síndrome, reacción, diagnóstico, equipo quirúrgico, quirófano, tripanosoma, sífilis. En la partida de ajedrez de la consulta médica, siempre te derrotan los alfiles de las mágicas palabras y el tablero escenario.

Von Hacken intentando tranquilizarme, se dirigió a mí y me preguntó cómo me encontraba y qué sentía.
Comenzó así una extraña entrevista entre dos inteligencias distintas que hizo imposible la comunicación:
-         Doctor, estoy a medio camino del psícope. Ha comenzado la metamorfosis.
-         ¿Del psícope?
-         He ido progresivamente mejorando mi dieta alimenticia, y observo que mi cabeza se hace cada día más voluminosa…
-         ¿Más voluminosa la cabeza?
-         Mis piernas han menguado algo y parecen aproximarse como signo de unión en un solo músculo impulsor. Apenas duermo, siento una progresiva parálisis que, a veces, me hace caer al suelo.
-         ¿Parálisis progresiva?
-         Creo, doctor, que soy el primer hombre que se está transformando en psícope. He modificado mi sistema de nutrición hasta reducir al mínimo el aparato digestivo. En poco tiempo, seré el primer hombre reducido a un cerebro auxiliado por un músculo locomotor.
-         ¿Y cómo cree que se desarrollará ese órgano locomotor?, preguntaba Von Hacken mirando por encima de los redondos lentes.
-         Será a modo de serpiente puesta en pie. Toda la cabeza irá dentro de una sobrecabeza protectora. Ya noto en la espalda un duro caparazón y el nacimiento de una capa quitinosa en el cuello.
-         ¿Capa quitinosa en el cuello? Seguía anotando en un cuaderno negro.
-         Todos deben saber que el hombre es un embrión de psícope, un ser que dista tanto  del hombre como del hombre mosca.
-         ¿Embrión de psícope?
-         El psícope es semejante a un globo de color, en el que el cerebro es un órgano puro de percepción con un solo sentido que los resume todos y que participa más de la vista que de los demás.

Von Hacken, que ni remotamente podía comprender mi tranformación  en psícope, después de una hora de espera se acercó a Von Bruck, le dio un detallado informe y en voz baja le dijo a mi amigo: Que lo ingresen.

Salí huyendo después de arrebatarle el informe a Von Bruck. El informe decía:
El agente causal de la enfermedad de don Ángel Ganivet García es el Treponema pallidum, que  se ha ido incubando en tres etapas: En la primera, a un mes de la infección, la sífilis primaria se manifestó con toda seguridad en forma de adenopatía (inflamación de los ganglios linfáticos), que curaría en dos semanas. La sífilis secundaria debió aparecer a los dos meses, en forma de pseudogripe, pérdida de peso y adenopatías. Un exantema cutáneo maculo-paular  tuvo que cubrir su cuerpo durante este tiempo. Tardaría en curar varias semanas que debió de comunicar a su familia, según deduzco. Esta sífilis latente y de baja expresividad clínica ha alcanzado ya la sífilis terciaria. Debió de aparecer diez años después de contraer la enfermedad y ha degenerado finalmente en neurosífilis, que es la que ha provcado la atrofia muscular y la evidente demencia.

 Después de recorrer la ciudad, solitario entre tanto abandono, volví a casa.
Tengo ahora conciencia clara de que todos están contra mí, de que todos siempre habían estado contra mí: Menéndez Pelayo, Valera, Lázaro Bordón, Enrique Soms, Antonio Rubio, Julio Apraiz, Juan Gelabert, me perjudicaron en la oposición a la cátedra de Griego de la Universidad de Granada y favorecieron a  Alemany. El cónsul de Amberes, tateso oficial, quiso responsabilizarme de  los delicados asuntos financieros que el canciller organizó en su provecho.

Mascha me ignora y Amelia, que manchó mi nombre manteniendo relaciones con Jaime Bosch, me perjudica. Ahora Von Hacken me condena a muerte y habla en voz baja con von Bruck de trepanoma pálido.

Nadie ha entendido que mi metamorfosis es la primera que va a conseguir que una estudiada alimentación material y espiritual conduce al primer psícope.
Todos están contra mí y tengo pruebas de que pretenden envenenarme.
Inicié mi progresivo plan de alimentación espiritual en Amberes. Comencé a evitar la cerveza, comía pan de centeno, coles, apios, frutas, leche y huevos, evitando siempre la carne.
Sigo los consejos de Kucipp, que curan toda enfermedad con el agua. Desde entonces acostumbro a lavarme con agua fría, aun en invierno, y me visto sin enjuagarme.
En Brunsparken bebía dos litros de leche, que es muy buena beberla a todo pasto , tomaba huevos y café, salchichas, frutas y galletas. Últimamente me alimentaba de pan, leche, huevos, coles y ensalada, y me iba muy bien.

Estoy consiguiendo ser el primer psícope gracias a la dieta alimenticia y a cinco años de pitagórico silencio.
Los esquemas geométricos de los pitagóricos no eran realmente más que fragmentos de esqueletos de ideas o sensaciones, que en superior composición marcarán el tipo futuro de los nuevos seres y señalarán el camino que han de seguir los hombres para transformarse en tipos más perfectos y variables.

Hay que espiritualizarse geométricamente, pues el hombre actual carece de condiciones para la vida espiritual, y lo que hay que hacer con él no es destruirlo, sino utilizarlo para sacar en el provenir un ser más noble. Por todo esto yo no soy, sino un anántropo; el anarquismo y todo lo que sea destruir me parece una estupidez, de aquí que en política, aunque no he sido político, sea absolutista en mi fuero interno.

La anantropía, no porque sea concepción de un modesto funcionario, deja de ser una idea hondamente trascendental y llamada a destruir todas las tendencias revolucionarias exteriores en que los hombres se entretienen, por no saber hacer otra cosa.

Hay una verdadera revolución, la de un hombre solo que obra sobre el espíritu de otros hombres. Esto se puede conseguir por medio de inventos psicológicos y, como dije antes, por modificaciones graduales del régimen nutritivo.

Si yo tuviera empeño, no me costaría mucho demostrar que la mayor parte de las cosas que comemos son verdaderas porquerías.
Sería más limpio, más cómodo y más sano, cambiar la actual alimentación por mi genial invención: el alimento químico. Esta revolución, que estoy seguro que ha de suceder para bien de la humanidad, ha de ser obra de los farmacéuticos. Si a un boticario se le ocurriera componer pastillas concentradas en las que se contuviera la alimentación completa del hombre, pasaría quizás por inventor extravagante, pero habría cambiado la condición humana, mejorándola hasta un extremo inconcebible: una pastilla representaría igual cantidad de sustancia nutritiva que los cuatro o seis platos que nos sirven en cada comida y no esto sólo, sino que habría pastillas de diversas clases, según la edad, el temperamento o estado de salud de quien las consume, de suerte que el alimento, además de nutrir, curaría las enfermedades o impediría que se presentasen; y, por último, las habría para distintos paladares, de modo que fuera más fácil y grata la deglución.

El manántropo, que así se llamaría el nuevo alimento, cambiaría la condición humana, porque se habría hallado en un producto nacional de valor fijo, y así como el metro es una medida constante mientras subsista la Tierra como hoy es, así el manántropo, ‘la unidad de alimentación química’, tendría su fundamento en nuestra naturaleza y sería la base de todas las relaciones entre los hombres.

El Estado podría así sustituir todos los recursos económicos con que hoy se sostiene por el monopolio de la alimentación; sería propietario de la tierra y de todas las materias primas nutritivas, que poco valor tendrían, porque habituados los hombres a la nueva alimentación desdeñarían la antigua y grosera; del mismo modo que hoy se gastan su dinero en casa del sastre y no quieren vestirse de pieles, hojas o plumas como los salvajes.

Pero lo más importante sería que, creado un producto de valor humano, nacería la moneda humana, ‘la moneda alimenticia’, representada realmente por las pastillas que el gobierno llegaría a fabricar en sus laboratorios y fiduciariamente por créditos alimenticios, pagaderos en especie, con  los que cubriría todas sus atenciones.

Habríamos, con ello, resuelto la ‘cuestión social’, de la que tanto se habla y que sin el medio que yo propongo no tendrá arreglo jamás.
La sociedad tendría como misión primordial la alimentación de todos los asociados y se realizaría la verdadera igualdad humana, porque la desigualdad no está en que unos valgan o posean  más que otros, sino en que unos tengan asegurada una excelente nutrición mientras otros viven mal comidos y con la zozobra natural de quien no tiene más recursos que los diarios y puede verse privado de ellos.
En cuanto todos los hombres tuvieran asegurado el alimento, ¿qué diferencia habría entre el que sólo gana para vivir y el que acumula riquezas y reúne créditos alimenticios para muchos años?
El que acumula créditos alimenticios podría vivir en la ociosidad como recompensa de trabajos anteriores, sin privar a los otros de los medios indispensables para la vida.

Todo aquel que no pudiera vivir de su trabajo libre, de las mil profesiones que hoy conocemos y de las que aparecieran más adelante, tendría siempre una puerta abierta: ponerse al servicio del estado y contribuir a la producción de valores alimenticios, en los que no habría límites, pues cuanto se produjera sería utilizado por la nación, o por otras naciones que cambiaran por estos productos los de sus industrias, ni más ni menos como hoy.

Asimismo el  Estado subvendría a la nutrición de los niños hasta la edad en que el trabajo fuera posible; el crecimiento de la población sería maravilloso y la situación de la mujer cambiaría radicalmente, puesto que el vasallaje al hombre, que la tiene sometida, no se basa en la inferioridad de la mujer, sino en la necesidad en que esta se ve de ligarse para asegurar la existencia de la prole.

Habríamos acabado con dos odiosas palabras, tuyo y mío, el día en que todas las cocinas particulares se fundieran en una cocina universal, que no sería cocina, sino laboratorio, y no uno solo, sino varios en los diversos centros de producción. Cuando los gobiernos cuidaran de la alimentación cierta, uniforme y científica de todos sus gobernados, se evitaría el triste espectáculo de nuestras luchas por un mísero pedazo de pan. Se habría logrado, al fin, un mundo feliz y toda la humanidad podría gritar entonces: ¡Viva la anantropía! ¡Viva el anántropo! ¡Viva la moneda alimenticia!

Todos podríamos dormir con la conciencia tranquila, pues se habría acabado con el hambre en  el mundo, y los hombres podrían entablar combates más nobles por cosas del espíritu, que por no estar sujetas a medida, permiten a cada cual subir tan alto como se lo consientan sus facultades naturales y su aplicación.

Amontono desordenadamente las revistas y periódicos que me mandan de España: algunos ejemplares de El Acabose, semanario de humor negro, un ejemplar de El Almanaque de las Provincias, revista valenciana regionalista; muchos números de la revista Blanco y Negro; el último número de El Diario Ilustrado; todos los periódicos recibidos desde la redacción de El Defensor de Granada; números sueltos de El Globo, El Liberal, El Imparcial, El Progreso, El Veloz Sport; un interesantísimo número de Vida Nueva, en donde en un artículo titulado ‘Aboguemos por la paz’ del 12 de junio de 1898 se critica duramente la guerra del 98; y los números que mi amigo Navarro Ledesma me envió del semanario Revista Moderna, centrados casi exclusivamente en la guerra con los Estados Unidos de América.

Dios debe manejar así la historia de los hombres. Disponer de todos los datos desde una situación privilegiada, atisbando el pasado con una mirada de conmiseración, con una bondadosa sonrisa ante los inmensos errores, y conociendo el futuro, pues se hizo igualmente pasado. Dios dispone de toda la prensa, hasta incluso la que ha de escribirse.

La facilidad de manejar el destino y a todas las criaturas, como en un juego infantil y revisar la historia del mundo, nuestra propia historia con  la seguridad del dueño del hilo ordenador, es realmente posible. Yo mismo, ahora, situándome en 1895, soy igualmente divino por tres años.

Los nombres se mezclan en mi cabeza. Los buques de la Armada española ‘Oquendo’ y ‘Vizcaya’; José rizal, dirigente del movimiento filipino; Romero robledo, defensor de la política española del general Weiler en Cuba; el almirante Sampson, comandante en jefe de la escuadra norteamericana; Silvela Tampa; el comodoro Scheley; Segismundo Moret; el vapor Montserrat llegando al puerto de Cienfuegos; Jhon T. Morgan, senador de Alabama, decidido partidario de la intervención en Cuba y Filipinas; el cónsul en La Habana, míster Lee; Martínez Campos; Eduardo Dolz; Eliseo Giberga; George Dewey; James D. Cameron; Emilio Aguinaldo, líder de los filipinos insurrectos; Ramón Blanco, capitán general de la isla de Cuba; el inoportuno patriotismo de los Jingos…

¡Ah, los patriotas!
El patriotismo debería consistir en trabajar calladamente hasta que fuésemos una nación formal y capaz de imponer respeto a los que hoy por hoy nos paran cuando quieren con un pedazo de papel. Por desgracia, los españoles tenemos concentrada la fuerza en la lengua. Siempre me ha dado mala espina la patriotería de cuartel, pues creo que los verdaderos patriotas se contentan con cumplir obligaciones y pagar, sobre todo, dejando al gobierno el cuidado de gobernar bien o mal.

El cincuenta por ciento de los periodistas que escriben hoy con ánimo belicoso deberían estar en presidio por lo menos.
Además de que no estamos preparados para nada y aun estándolo, necesitaríamos un gobierno más fuerte, apoyado desde fuera para contrarrestar la acción  enemiga a la que no se puede, hoy por hoy, responder. Para lo que se ha de sacar, me parece excesivo el entusiasmo que se está derrochando.
Sentado en el suelo ante la amontonada historia, yo era el ser supremo organizador de los acontecimientos, conductor del fatum, hado yo mismo.







miércoles, 1 de abril de 2020

Capítulo 9. Taubenstrasse











Es la una del mediodía

A las cuatro llegará Amelia cocinando su eterna sopita de lágrimas.  Spiter Herz spiter. Más tarde, corazón, más tarde.

Me encuentro mal e intento buscar un recuerdo lejano, gozoso, que me saque a flote. Lo primero que sé de mí casi me parece ajeno. Me contaron que era un niño peloncillo, vestido con unos pantalones de tela de rayadillo. Jugaba en el molino y envuelto en la niebla de la harina era feliz bajo el cuidado de mi niñera, Antonia Fernández de Córdoba a la que los vecinos, por pura evidencia histórica, apellidaban ‘la Gran Capitana’.

También me cuentan que acostumbraba a pasear por la plaza de la Mariana y que era generoso: “Un día, durante las procesiones de Semana Santa, un pilluelo me robó la gorra. Mi madre se enfadó preguntándome por qué me había dejado robar. Dicen que yo respondí con resignación que sin duda le haría más falta que a mí”.

Sin embargo, mi primer recuerdo sin apoyo de narradores familiares es el de una derrota que me produjo un descalabramiento que estuvo a punto de cortar el hilo de mi existencia. No fue así, pero me hizo despertar de la simpleza en que como niño dormido estaba.

Yo era ‘greñúo ‘, es decir, del barrio del Realejo y nos vimos envueltos en desigual batalla con los del barrio de las Angustias. El ‘casus belli ‘ fue el atentado sufrido por nuestro amigo Garibaldi que  iba papando moscas en su mulo Carbonerillo al que los ‘angustios’ colocaron un ramo de ortigas debajo del rabo y Garibaldi vino al suelo  mientras el animal salió disparado como cohete después de volcar los serones con los encargos que nuestro infeliz amigo llevaba a la tienda de la ‘señá’ Nicolasa, su madre.

Nicolasa, viuda entrada en años, negra de toca y cuerpo, mujer tintero, oscurísima turmalina, graja de catedral, recatada con el agua hasta en el beber, negro blanco de todas las comadres del barrio, que se hacían lenguas del abandono y suciedad de su persona, era la cancerbera de un patio negro, en donde esperaban las verduras, el aceite y el amontonado carbón junto a una romana que fingía el peso.
La madre de nuestro amigo lo era también de tres hijas negrifeas como ella, tres desgracias antirrubenianas, antiheroínas de un contracuento, que mordían el pico de sus velos negros como quien chiclea la muerte.

Al día siguiente del desastre ‘ortiguero’ un formidable ejército de greñúos bajó desde el Realejo hacia las Angustias. Íbamos en tres bandos. Los dos primeros armados con arcos y flechas fabricadas con las varillas de los paraguas. Yo, en el último, bajo el mando de Garibaldi, era de los recogedores de piedras que amontonábamos en espuertas y serones. Acudíamos a la parte del frente que precisaba munición.

El ‘angustioso’ enemigo nos sorprendió entre el puente del río Genil y los Escolapios. El número de los descalabrados fue importante. Cuando yo ya había llegado en mi calidad de metrallero al callejón Pretorio, sentí tan gran pedrada que pensé que llevaba las últimas orejas puestas. Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido de tal manera que estuve durante tres días como Jonás en el vientre de la ballena.

De tan funesto accidente me sobrevino la pérdida de la memoria de todos los hechos de mi corta vida, pero sentí un espabilamiento tan notable de todos mis sentidos que mis padres se pusieron de acuerdo para hacer de mí un gran orador forense.

El último recuerdo de mi  vida de niño fue el de la llegada a mi casa. Mi madre, cuando me vio con la cabeza entrapajada, se dirigió a mí y me dijo que me estaba bien empleado por atentar contra la Virgen de las Angustias, y como castigo me obligó a ir a todas las ceremonias religiosas que se celebraban en la parroquia, sobre todo, si de procesiones se trataba.

Cuando la semana santa estaba en plenitud, el patio adosado a la iglesia se desbordaba de color: el verde de las palmeras, el palio azul del cielo, el morado y el rojo de las túnicas, el blanco de las paredes encaladas, el plateado de las insignias, la falsa nieve de las escaleras de mármol. Confundía el agitado mar de la cuadrada paleta. Sabía la brisa a sombra de vencejos.

Desde el camarín de la Virgen se apreciaba el lento organizarse de la procesión. Tres golpes secos rompían el silencio y el paso se alzaba majestuosamente, y era más luz, la luz. Al cerrar el cancel, mientras gemía de gozo la madera, el agua del silencio apagaba el último rescoldo de los ecos. En la tarde de abril, dorada y rosa, se extendía por la iglesia el gozo en sombra del zaguán, el blanco ceniciento del sosiego, la limpia claridad alimonada, la anticipada frescura de una tarde de verano.

Después de una larga noche, cuando la procesión acababa, un cantaor flamenco,  escultura de bronce y sueño, cantaba viejas saetas emparentadas con el ‘kol nidrei’, canto sinagogal hebreo. Diego el saetero, en la cima fugaz de la delicia, se sentía hermano por un día de todos los ‘curachones’ que lo rodeaban. Se detenía el polvo en la penumbra para romperse cuando quebraba el grito y hacía temblar el oro del vino en cada copa. Soplaba oscuro el duende estremecido y el tiempo se detenía embelesado.

Yo rechazaba a los capillitas que alababan por un día a Diego el saetero, para ignorarlo después durante el resto del año. Por eso todo aquello me hacía sentir mal. Sin embargo un dulce sentimiento de plenitud me embargaba siempre, cuando en la claridad del mediodía, a las doce en el reloj del tiempo, las campanas recordaban desde la altura el Ángelus… Caían lentas las doce campanadas en el vaso de cal del  barrio blanco. Se bañaba el aire en un incienso dulce y una túnica morada de ternura cubría toda la anticipada angustia de María.

Difuminado en el aire de la habitación, perdido el nostálgico y dulce recuerdo, ahora sólo veo el rótulo que da nombre a la calle Taubenstrasse, la calle de  las palomas. No he salido desde mi llegada a la ciudad, mi insomnio es permanente, he comido parte de lo que traía: galletas, chocolate y un poco de jamón.

Cada vez aprecio más la inestabilidad de mi situación, la eterna mudanza de una dolorosa permanencia, mi fatigada presencia, como si alguien me hubiera cortado los hilos de la fuerza.

Primero fue la sombra recuadrada en el muro la que marcó el silencio del primer abandono, después el tiempo fue un cajón de papeles cortados. Ahora, despojadas las estancias del alma, ¡qué inmensa soledad! Ordeno aceleradamente cuadros, camas, vasos, mesas, sillas, libros, libros, libros… ¡Esta manía de estar en conversación con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos! No puedo resistir el inmenso abandono, la cruel sensación del hombre solo.

En mi soledad he reconocido el terrible invento de vivir y el reconocimiento ha sido particularmente doloroso, porque sentirse hombre se había hecho costumbre en mí. Abrigo la esperanza de cruzar la noche y de ser esculpido de nuevo por la luz del amanecer, porque surgimos cada día de la confusa, negra, materia de la noche. Son ya miles de estatuas, miles los días que conforman nuestro ser. Miles de estatuas, mínimamente iguales; pero luego… la eterna sombra y el imposible juego.

Siento un terrible dolor de cabeza. He tomado hasta diez somníferos. De pronto la habitación se me ha hecho infinitamente grande. Todo me da vueltas. Comienzo a correr y no consigo alcanzar la salida de la misma. Me he arrastrado hasta el cuarto de baño y me he metido vestido en la bañera. Puede que el agua fría me calme.

Amelia está a punto de llegar. Amelia y yo debemos ser destruidos. Todo este esfuerzo, ¿para qué? Esto deduzco después de leer un libro que siempre llevo conmigo:
‹‹Al ser incorporado, interiorizado o introyectado el objeto perdido, el yo recibe el tratamiento que correspondería al objeto, el yo se destruye a sí mismo. Al querer destruir el objeto, el yo se destruye a sí mismo. El yo reserva para sí las agresiones y venganzas que el sujeto reserva para lo que ha perdido››.

Voy a cargarme con toda mi sucia molienda, con todo el vivir agobiante, para romperme de un puñetazo, como ángel roto, en las aguas del Dwina.

Mi obstinación es testarudez de mala ralea de un antiguo proletario. El primer Ganivet que llegó a Granada fue Antoine de Ganivet que procedía de Turena y se avecinó en Cogollos en 1669. Antoine de Ganivet es mi quinto abuelo. Su hijo fue Francisco Ganivet. El hijo de este españolizó su apellido: Pedro Cañavate. Hijo de este es mi bisabuelo Juan Ganivet Muelle, nacido en Monachil en el siglo XVIII. Todos pegujaleros analfabetos. El primer molinero fue mi abuelo, Francisco de Paula Ganivet Gutiérrez, nacido en Granada en 1807. Mi padre, Francisco de Paula Ganivet Morcillo, también molinero, murió cuando yo tenía diez años.

Sólo heredé, consecuentemente, fuerza de voluntad y miseria y un inmenso amor al agua.
El mismo yo interior que me hace recordar todo esto me ordena que le escriba a mi hijo Ángel Tristán. Cojo pluma y papel y escribo:

Por si esta declaración fuera necesaria, hago resumen aquí de mis ideas y mis deberes:
1.        No he creído nunca en ninguna religión positiva y mis sentimientos religiosos se reducen a un misticismo puramente personal, pero respeto todas las religiones y jamás he cometido acto alguno contra ninguna.

2.      La vida nace de la libertad o de la tendencia del espíritu a romper sus prisiones materiales, es mi idea fundamental en Filosofía. La ley fundamental del Universo no es la atracción; es la ‘psicofanía’, o sea la manifestación gradual del espíritu, pues la vida es una génesis perenne.

3.      Mis ideas prácticas sobre la vida están expuestas en mi novela Los trabajos de Pío Cid, en particular en el ‘Ecce Homo’. Tal como lo he pensado, lo he practicado siempre, porque creo que vale más un minuto de vida franca y sincera que cien años de hipocresía.

4.      El hombre es un embrión de ‘psicope’.

5.      Así como la antigua escuela jónica y sus similares que se limitaban a observar los fenómenos naturales, nació la escuela experimental que ha traído los modernos inventos, que dicho sea de paso no sirven para cosa mayor; de la antigua escuela socrática ha de nacer una psicología activa que produzca fenómenos nuevos, inventos maravillosos como el de la luz humana, de la que hablo en ‘ Mis trabajos…’

A la investigación psicológica en esta dirección llevo consagrados unos diez años y su método debe ser experimental. Debe comenzarse por la meditación en silencio hasta ver en el fondo oscuro dibujarse los esquemas íntimos o esqueletos de sensaciones que marcan, no las posiciones actuales de nuestros órganos, sino posiciones con tendencia a lo futuro, por donde se infiere el  género de acción a que deben aplicarse los inventos.

6.      Fuera de estos puntos de vista, los demás tienen poca importancia para mí. Vestir, comer, relaciones sociales, etc., se me importa menos que nada. Hay una tendencia en el hombre a hacer el bien y hay un goce en hacerlo, pero la mayor parte de las veces el bien resulta mal a la larga, por no haberse fijado bien en los cambios que las cosas toman con el tiempo. Y acaso lo más fecundo que haya en  el mundo sea la sangre.

7.       No recuerdo haber hecho mal a nadie, ni siquiera en pensamiento; si hubiera hecho mal, pido perdón.

8.      No he tenido nunca más que lo puesto y no he querido, ni quiero, ni querré tener nada, porque me parece tonto perder el tiempo en la administración de  los bienes materiales.

9.      He tenido varios amoríos y un amor más noble a Amelia, a la que he dado muy malos ratos con mis necedades.

10.   He tenido dos hijos: Natalia, que está enterrada ¡ay! En Saint Léger les Domart en Francia, y Ángel que vive en Madrid. Ambos son legítimos por mi voluntad. Tengo tres hermanos, muchos parientes y pocos buenos amigos







miércoles, 31 de enero de 2018

Capítulo 8. El hundimiento del Maine











Son las doce de la mañana en Hagemberg. Un golpe de viento en la ventana me saca de mis negras cavilaciones. No hubo 'Operación Werther'. Todo es producto de mi debilidad nerviosa. Amelia llegará a las cuatro.

     Me encuentro mal, algo en mi interior se hace añicos como si una bola negra estallase dentro de mí y me inundara por entero de tristeza. No es justo que un hombre se rompa a los treinta y tres años. No es justo que un lento proceso de preparación a la vida se quiebre en un segundo. No es justo, no es mínimamente justo que todo un acto de querer ser se parta y un triste muñeco inerte sustituya a un hombre.

     Pasa por mi mente todo lo vivido. Recuerdo mi examen de ingreso en  el Instituto General y Técnico de Granada. Fue en junio de 1880. Yo ya tenía quince años, pues un accidente jugando con mis primos al intentar subirme a una caballería desde la higuera del huerto del molino dio conmigo en tierra y me fracturé la pierna de una manera bestial. Todavía guardo en una cajita de acero los trozos de hueso que salieron fuera. Los llevo siempre como amuleto. Estuvieron a punto de cortarme la pierna, pero me negué. Mi fuerza de voluntad hizo que me recuperara casi por completo después de arrastrarme cuatro años por la casa.

     La recuperación fue lenta. El médico le recomendó a mi madre que me llevara a un balneario. Fuimos primero a Carratraca, un pueblo pequeño cerca de Antequera en la provincia de Málaga. Después cambiamos y estuvimos en el balneario de Frailes, de aguas termales sulfuradocálcicas, en la provincia de Jaén. Por fin, definitivamente, cada año nos instalábamos en Jabalcuz, a unos cinco kilómetros de Jaén entre los ríos Guadalbullón y Salado, un rincón deliciosamente abrigado por el azul y el violeta de las montañas..

     El viaje desde Granada a Jaén era penosísimo, vueltas y revueltas entre los puertos de montaña: Zegrí, Onítar y Carretero.  Desde Jaén a Jabalcuz, no más de media hora. El balneario estaba ahogado entre montes. La llegada al mismo la anunciaba una doble hilera de casas con ventanas y puertas de color verde, vigilantes en la curva de entrada, guardia de honor para quienes arrastrando achaques acudíamos puntualmente al arrullo del agua termal.

     Nuestra primera llegada al "monte de la jara" fue en septiembre. Una tarde oscura, de nubes negras que ocultaban intermitentemente el sol, una tarde de candilazos, hasta que se nubló completamente y comenzó a llover. El azul eléctrico de la tormenta iluminaba amenazante la pequeñez del balneario; el trueno se multiplicaba tableteando entre las montañas; llovía, sin embargo, dulcemente sobre los castaños, los nogales, los pinos y los álamos del parque.

     Subimos a la casa que mi madre había alquilado: una casona con dos plantas en la que sólo dos habitaciones estaban amuebladas. En mi habitación, ancha, luminosa, con vistas al parque y al sendero que venía de la montaña, había una cama, una mesilla de noche, un palanganero de hierro con su jofaina, y un armario. En el armario se balanceaban los esqueletos de alambre de las perchas. Los cajones de abajo estaban forrados con amarillentos periódicos del color del olvido, en los que una llave mohosa - perfecto símbolo del misterio inútil - había manchado la cara del general Pavía. Mientras me agaché para curiosear la vieja noticia, el armario crujió y se me vino lentamente encima abriendo las amenazantes manos de las puertas como si se dispusiera a soltarme dos guantazos. Quedé atrapado como grillo en cajita de betún. Cuando pude escapar de la trampa de madera, mi madre, que había oído el porrazo, reía en la puerta de la habitación. De manera que con verdad puedo decir que el primer día en el balneario quedé doblemente atrapado por Jabalcuz.

     Al amanecer del día siguiente fuimos a las termas. Bajamos por el sendero que unía la casona con el resto de las instalaciones. El suelo, resbaladizo por la lluvia, estaba cubierto por las monedas de plata de los álamos. El balneario está metido entre las montañas. Después de atravesar solemnemente la entrada sobre la que se dibujaban unas letras grandes, TERMAS DE JABALCUZ, recorrimos un pasillo alicatado de blanco, con bañeras a uno y otro lado, hasta llegar , bajando por unas escaleras, a la piscina. En el silencio húmedo se oía bullir el agua; el vaho caliente se extendía como niebla desdibujando las figuras, distanciándolas, prestándoles momentáneamente cierto inquietante misterio. El penetrante olor a azufre hacía asfixiante los primeros momentos. Luego, el cuerpo, amnióticamente nostálgico, se integraba en el agua templada, adormecido entre las burbujas que surtían del fondo.

     A los dos días de estar en la mágica montaña, mi espíritu era otro. El aire puro, el baño en las termas, los largos paseos hasta la cima del cerro más cercano - ilusión de alpinista, conquistar la nada - me abrían el apetito de manera que ya no había forma de cerrarlo: antes de reventar la yema de un huevo, ya me había comido entera una hogaza de pan.

     Tardaba mucho tiempo en romper el sol el cascarón del cielo. Cada día, al amanecer, quebraba la gasa de la neblina la lechera que sendereaba melodiosamente la montaña haciendo sonar la lata, que servía de medida, contra la cántara de latón. Desde mi balcón la lechera era una figurilla del belén de la montaña, una serie interminable de matrioskas que se ocultaban en sí mismas agigantándose en el camino. La matrioskada lechera acostumbraba a regalarnos un buen puñado de almendras, que arrojaba en el poyete de piedra del zaguán con una explosión  jubilosa.

    Después del desayuno paseábamos hasta el parque por la orilla de la carretera en donde destacaban las flores de color rosa púrpura de las malvas y el cohombrillo amargo servía de refugio a las hormigas; las verdolagas extendían por el suelo sus hojas en forma de espátula; el hinojo se alzaba brillante, mecido en la brisa, sobre las estrellas azules de las borrajas y las bellas flores de embudo de la correhuela. Escapando de la prisión de la cuneta, los "vulanicos" del diente de león cruzaban la carretera con el primer soplo de viento.

     El parque ocupaba un ancho vallecillo, limitado en su extremo superior por un bosque de pinos. Un camino bordeado de escaramujos entre los álamos desembocaba en una soberbia escalera de mármol que se abría en dos hacia una amplia explanada florentina, cuyo centro ocupaba una fuente circular en la que el niño de la espina intentaba en vano librarse de su agudo dolor de siglos. Embalsamaba el aire un perfume pequeño que sabía a jazmín.

     Atravesábamos el renacentista escenario y bajábamos hasta lo más profundo del parque en donde los madroños rojoamarillentos ponían la nota patriótica agitándose en el silencio oscuro, roto sólo por el crujir de  las hojas secas.

     Nos acercábamos a la fuente, guiados por el dulce murmullo del agua que se volvía muy blanca al caer por un pequeño desnivel que la depositaba amorosamente en un riachuelo. El agua cálida ponía un guante tibio a nuestras manos enrojecidas por el frío de la mañana.

     Volvíamos a la tibia piscina acompañados del olor fuerte y pesado del yezgo. Después preparábamos la comida delante de la casona. Algunas tardes iba a cazar con el guarda del parque por los cerros cercanos perfumados de tomillo, romero y poleo.

     Al anochecer, cuando la moneda de oro de la luna llena resbalaba por el falso cartón de la montaña, buscaba la esperanza de las puertas verdes de la casona. ¡ El silencio era tan grande, que se oían pasar las nubes!

     Jabalcuz, ahora, en la distancia, es un recuerdo dulce que me sabe a mermecinas y a cáliz de celinda.

      Cuando me recuperé del accidente, trabajé como escribiente en la notaría de don Abelardo Martínez Contreras en la calle Recogidas. Fue Francisco Guerrero, oficial de dicha notaría, quien aconsejó a mi madre que iniciara mis estudios.

     Todo me fue bien en el instituto y guardo un especial cariño a todos los que contribuyeron a mi formación: a mis amigos Gómez Moreno y Paco Seco de Lucena y a mis profesores que siempre me consideraron, en ocasiones más de lo debido, muy bien. La solemnidad me ponía muy nervioso y me provocaba ataques de risa: ver a un catedrático explicando desde su elevado sitial y saltar yo a reír, por dentro o por fuera, constituía mi debilidad.

     Fui matrícula en todas las asignaturas del bachillerato. Recuerdo con especial cariño a don Rafael García Álvarez, a don Joaquín Delgado, profesor de Francés, y al profesor de Retórica don Joaquín María de los Reyes y García Romero, con quien no me porté excesivamente bien.

    Don Joaquín María nos mandó componer una décima. Para dicho trabajo nos había facilitado las terminaciones que rimaban en consonante; se reducía todo a un trabajo de relleno. Al día siguiente no se reveló ningún poeta. Yo, retraído, respondí a don Joaquín María cuando me preguntó: 'Para decir tonterías en verso, mejor es escribir prosa o no escribir ni prosa ni verso que es lo que yo hago'.

     Volví al instituto, cursando ya Filosofía y Derecho, para hacer dos cursos de alemán. Terminé Filosofía en Granada y Derecho en Madrid, en donde conseguí el doctorado. Luego, unas oposiciones al Cuerpo de Archiveros y más tarde, suspendida la oposición a la Cátedra de Griego de la Universidad de Granada, oposité al Cuerpo Consular.

     Así de sencillo suelen contar los demás la vida ajena. Nunca nadie hablará de las tediosas tardes, de las interminables noches, del arrastrarse de pensión en pensión, desconocido, anónimo. Nadie hablará de la monotonía sublimada de los inmensos días, de las esperanzas rotas, del encauzar la libertad de una vida en asfixiantes, trágicas por injustas, enervantes preparaciones de oposición en Madrid, en donde las muchachas de talle de avispa y mangas de jamón cantaban habaneras con un fondo permanente de organillos.

     Luego toda la soledad del mundo se hizo mía y fui solo en Amberes y estuve solo en Berlín y solo permanecí en Könisberg y seguí, íngrimamente solo, con la mente en la más absoluta soledad en Brunnsparken, fantasma de mí mismo, recluido en el infierno helado de Helsingfors, y ahora sigo solo, estoy solo, solo, solo, persiguiendo un ocaso , un poco de sombra en la raya del horizonte muy cerca ya de contemplar la más absoluta soledad aquí en Riga...

     Cuando a mi llegada a Riga acudí al Consulado, para visitar a Von Brück y hacerme cargo de mi gris ocupación, me irrité profundamente. En el Düna Zeitung leí las contrarias opiniones a España. La crítica era feroz, nos daban por vencidos antes de tiempo, como si quisieran cobrarse una vieja y antigua deuda con quienes soberbiamente habían dominado el mundo, siempre hay una memoria colectiva que no perdona.

     El líder insurrecto Calixto García se presentaba a la opinión pública como víctima del general Weiler, mezclándose razones y pretextos, hechos reales y fantasías tendenciosas que remueven los posos de la clásica leyenda negra. no es fácil saber el  lugar que corresponde a Weiler en una escala de dureza, ni tampoco afirmar, sin muchas matizaciones, que las guerras coloniales puedan ser dirigidas por hombres de benigna condición.

     Estados Unidos, con los pueblos libres del mundo, ese era el indignante titular. El subtítulo insistía  La opinión pública estadounidense se pronuncia violentamente en contra de España.

     Todos sabíamos que la voladura del acorazado norteamericano 'Maine', ocurrida a las 9:40 de la noche del 15 de febrero de 1898 en la bahía de La Habana era el pretexto de los "liberadores" para recolonizar la colonia, una vez conseguida la independencia de España. El Maine que se encontraba fondeado en la bahía desde el 25 de enero y que había llegado a La Habana a petición de Míster Lee, cónsul de Estados Unidos en la capital cubana, fue el pretexto para la intervención del gobierno norteamericano. Fue una campaña perfectamente orquestada por los mangantes (magnates, quiero decir) de la prensa estadounidense William R. Hearst y Joseph Pulitzer, propietario del periódico 'The World'.

     Con doscientos sesenta y seis muertos pagaron los "libertadores" el precio de la colonia. ¡Dios mío, cuánto desprecio por las personas! ¿A nadie le importa la dignidad del hombre?

     La prensa española tampoco estuvo demasiado prudente. Leí los periódicos que me mandaron desde Granada:

     Que el Maine se hundió en los mares,
     que hizo ¡patapún!
     Bien están con los atunes...
     esos pedazos de atún.

     Claro que nada es sorprendente: ni el ataque de la prensa nórdica contra España, ni la ramplonería de la prensa española. En los periódicos españoles y más en los de provincias no se encuentra más que ordinariez, parecen  hechos por jornaleros que manejan la pluma como un escardador el almocafre, para ganar el pan y nada más. Feliciano Miranda, mi amigo de la Cofradía, decía que hasta los muertos en accidente tenían que informar al responsable de la sección si querían aparecer como noticia.

     Los titulares de la prensa española también eran gloriosos:
     Frente al vacío y a la corrupción norteamericana, las virtudes de la raza española triunfarán.
     Los voluntarios españoles, ansiosos de desplumar al águila americana.

     Perdido el rumbo, cualquier idiotez puede servir y cualquier idiota nos puede guiar a la ruina espiritual so pretexto de que los hombres no caminan en ninguna dirección y que hace falta que venga de vez en cuando un genio que los guíe. Es probable que quien tal crea piense ser él mismo el genio predestinado a guiar a sus semejantes como se lleva un puñado de ovejas. A tan insigne mentecato habría que decirle que no conoce a sus semejantes, que los hombres que creen haber guiado a otros hombres no han guiado más que cuerpos de hombres.

     La talla de nuestros dirigentes políicos deja más que desear que la de nuestra prensa. Nuestra política consiste sólo en ir tirando, aunque sea con vilipendio. Al final, si las cosas salen mal, se limitan a gritar como gritaba don Quijote con arrogancia: No por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.

     Si preguntamos a un obrero de la ciudad qué opinión  tiene sobre los hombres y las cosas de España, sobre partidos, grupos y banderías, contesta invariablemente que todos son lo mismo y todos creen que es un escéptico , que está desengañado. ¡Grave error! Es que no se ha enterado todavía.

     Lo de los malos gobiernos es una vulgaridad cómoda para salir del paso. En todas partes hay buenos y malos gobiernos y en nuestra patria son malos, pero no los peores. Ocurre que nadie puede convencer a nadie, pues todo español tiene su propia Constitución en la que aparece un solo artículo en el que claramente se dice: "Este español hace lo que le da la gana".

       Si se hace esta misma pregunta a un trabajador del campo, no contesta nada y aquí se piensa que no se ha enterado de lo que pasa; pero tampoco es exacto, la verdad rigurosa es que no se ha enterado ni quiere enterarse. Si os tomáis la molestia de leer en sus ojos, veréis en ellos la soberbia frase del cínico Diógenes al emperador Alejandro: Apártate que me dé el sol.

     Y es que el pueblo oye decir que hay constituciones y leyes que no ha leído porque tiene la fortuna  de no saber leer y oye también decir que esas constituciones y leyes le han garantizado todos los derechos inherentes a la vida de los hombres libres y después ve que en cuanto ocurre algo gordo se suspenden todas esas garantías, y dice: ¿Conque todo eso no sirve más que cuando no sirve para nada? Sabe el pueblo que existe un parlamento y ve que cuando llega el momento crítico se cierra para desembarazar al Poder Ejecutivo, y dice: ¿Conque no sirve más que para las cosas menudas?

     Y continúa arraigada en el pueblo la convicción de que si llegamos a vernos enfrente de un verdadero peligro, habrá que derribarlo todo como una decoración de teatro y quedarnos en pelo como nos quedamos en 1808.

     Ese es el sentimiento popular y esa es la parte flaca de nuestro sistema político que, en justicia, procede lealmente al suplir con su acción la inacción popular. Bien es verdad que nuestros hombres pierden el culo por un escaño. Yo he oído a un congresista español lamentarse de que a España, es decir, a él, no le hubiesen dado más representación que una cuarta secretaría; y lo digo para que conste que hay ya españoles que se descuernan por ser secretarios cuartos de una mesa.

     Ocurre que hay dos grandes fuerzas de España: la que tira para atrás y la que corre hacia delante. Van dislocadas por no querer entenderse y de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto.

 

     

domingo, 14 de enero de 2018

Capítulo 7. Operación Werther







              ÁNGEL TRISTÁN GANIVET ROLDÁN  Y MARÍA LUISA GANIVET ROLDÁN


Una tibia luz blanca inunda la habitación al filo de las once de la mañana. Me obsesiono con la persecución de la que soy objeto.


Se ha tramado una perfecta operación para suprimirme. Los organizadores son Von Hacken y Mr. Powers que está en relación con el consulado inglés en Gibraltar.

     La operación es vieja. Soy, por ahora, el español más lúcido y temen que mis consignas contenidas en El Idearium y en El Porvenir de España sean aplicadas contra el asqueroso poder colonizador. Conocen la ironía de Arimi en el Reino de Maya y temen que se cree una corriente de opinión contraria que les desmonte las piezas del negocio.

     He sabido que interfirieron el escrito de Almagro en el que se me comunicaba que la Unión Hispano-Mauritánica me había nombrado corresponsal en Riga con el fin de hacer propaganda africanófila.

     En tres ocasiones impidieron la publicación de La Conquista del reino de Maya, y en los disturbios promovidos por los socialistas en las jornadas de Amberes casi  consiguieron, en un provocado accidente, hacerme víctima ocasional cuando paseaba al atardecer por la Rue de la Justice.

     Posiblemente Hanna Rönnberg, la pintora, les facilitó informes sobre mí cuando vivía en Helsingfors. Si no hubiera sido así, qué se le pierde a una mujer en la casa de un antropoide granadino a quien no conocía nadie en Brunnsparken.

     Si no necesitaba de mí - me dijo no cuantas veces la solicité - ¿qué pretendía?, ¿sólo una habitación con vistas al mar helado y al solitario parque para poder pintar? ¡No! La trama, que se urdió en Amberes, continuó en Helsinki y ahora quieren eliminarme aquí en Riga. Sin embargo mi mayor capacidad intelectual, producto de mi paulatina transformación en psícope, los ha descubierto.

     Mi eliminación, milimétricamente prevista, responde a una muy inteligente operación: tratan en último término de forzarme al suicidio después de un progresivo envenenamiento con teobromina.

     Los documentos que prueban la verdad de la trama los estudié minuciosamente en casa del barón cuando este tuvo que ausentarse para dirigirse a Könisberg.

     Yo soy el objetivo de la OPERACIÓN WERTHER.

     Ya sabéis que ha tenido una gran difusión esta novelita de Goethe en la que las relaciones entre el amor y la muerte, el Eros-Thanatos descrito por el escritor alemán, provocó una epidemia de suicidios.

       Se pretende hacer creer a todos que las conocidas relaciones tormentosas entre Amelia y yo provocarán mi última decisión libre: rematar mi propia escultura hiriéndome con el cincel helado de las aguas del Dwina.

     Quienes me conocen bien pueden pensar que no hay, en absoluto, en mí desilusión ni débil hipersensibilidad de amante desengañado que me lleven a la autodestrucción.

        He recompuesto todos los datos perfectamente. Ya conocía Von Bruck todo lo relativo a mi persona el primer día que me presenté en su casa. Incluso las continuas infidelidades entre Amelia Roldán y  yo desde 1892 hasta 1898.


         El palacete en donde vivía el barón era señorial, tenía la fuerza fría de la voluntad que perdura sobre el tiempo. Me abrumó el sereno lujo arquitectónico del edificio siempre envuelto en el perfume de la música de Wolfgang Amadeus Mozart. Quedé admirado de la perfecta simetría de los patios, de los pasillos de mármol blanco, del ritmo de los elementos de adorno, de los ventanales con cristales venecianos que alumbraban los corredores.

          Desde la primera visita, siempre que subía al despacho de Von Bruck situado en la parte alta, me demoraba sintiéndome cobijado por la falsa nieve de la escalera en la que se apreciaba la magia del espíritu. Ya en el peldaño de arranque se revelaba el alma, el duende, la magia estética, la prodigiosa empatía: la presencia muda de la escalera era el primer discurso de Von Bruck.

           La escalera, inmersa en una caja en forma de prisma, era de las llamadas imperiales. Un primer tramo con nueve escalones llevaba a un descansillo y a un segundo tramo de siete, para llegar a una meseta que distribuía la subida en dos nuevos tiros a izquierda y a derecha. Cada uno de ellos estaba dividido en dos rellanos que separaban dos subtramos de siete peldaños.

         El anónimo constructor jugó con la magia de los números nueve y siete. La variatio arquitectónica encajonaba los dos primeros tramos de la escalinata, adosando los elementos a un muro almohadillado que recordaba el estilo de Machuca en el palacio de Carlos V de Granada. El tercer tiro dejaba libre la barandilla de piedra con paneles calados, puro encaje de mármol.

        Acostumbraba a subir por la izquierda degustando en cada tramo la perfección de la entabladura, la relación de la anchura útil de la huella con la contrahuella de cada uno de los peldaños macizos. En una de mis frecuentes visitas hasta medí la altura y la huella. Comprobé la suma perfección de la construcción, pues las dos alturas más la huella sumaban 63 centímetros. La estabilidad de los peldaños y su distribución, los anchos rellanos y los fríos pasamanos aseguraban un recorrido fácil sin cambios bruscos de dirección, un paso regular, tanto al subir como al bajar.

         La perfecta iluminación que desde la parte superior de la caja proporcionaban seis ventanas, tres en cada muro lateral, ayuntadas en su parte superior por sendos bustos en medio relieve sobre los que se descolgaban dos besantes, descubría la lámpara de plata que colgaba del florón central del techo y el mármol rayado por casi imperceptibles vetas grises, azuladas, amarillentas. Las hojas de acanto de los vértices superiores del cubo y las ménsulas de adorno anunciaban la planta noble en la que se situaba el gabinete de Von Bruck enfrentado a una barandilla de panel calado en cuyo centro inexplicablemente destacaba una apotropaica granada.

         Admirado del lenguaje arquitectónico, entraba en el despacho del barón en donde siempre sonaba la música de Mozart. La sencillez de la sobrepuerta daba paso a una decoración armoniosamente clásica: cuatro pilastras corintias adornaban el frontal; dos ocupando el centro y dos, los extremos. En los entrepaños dos misteriosas puertas, cubiertas por cortinas de terciopelo rojo oscuro, decoraban sus dinteles con un sencillo entablamento, sobre el que destacaban dos cornucopias rebosantes de flores y frutos que abrazaban un sencillo besante. las decorativas pilastras sostenían falsamente un entablamento que ocupaba todo el paño, en el que resaltaban cuatro cabezas sobre el friso, limitadoras de una leyenda central: LERNE, DU WIRST LEITEND SEIN.

         La armoniosa decoración se repetía por la amplísima estancia. Sobre el lateral dos magníficos ventanales eran los ojos del edificio sobre el Dwina. En el friso corrido doce personajes daban noticia de sí desde la altura. Quevedo, el primero, nos aseguraba que ' Donde hay poca justicia es un peligro tener razón'; Góngora hablaba de imposibles: 'Oh, cuánto yerra delfín que sigue en agua corza en tierra'; Cervantes conciliador entre ambos trataba de imponer su pensamiento con su 'Feliz quien ignora estas dos palabras de tuyo y mío'; una suerte de orgullo meritocrático se desprendía de las palabras de Anatole France: 'La independencia del pensamiento es la más orgullosa aristocracia' ; Shakespeare aconsejaba: 'Presta a todos tus oídos, pero a pocos tu voz'; 'Mezcla a tu prudencia un gramo de locura', recomendaba el poeta latino Horacio; Juan Ruiz de Cisneros se deprimía en la altura: ' Todo tu afán será sombra de luna'; Goethe recetaba: ' Contra la estupidez humana hasta los dioses luchan en vano'; sentenciaba Séneca que ' Está en el alma del hombre odiar a los que hemos ofendido'; Friedrich von Schiller sobrevaloraba la metáfora, el traslado, el arjal: ' Sólo la fantasía permanece siempre joven, lo que no ha ocurrido jamás no envejece nunca' y Jean Paul Richter hablaba de un único oasis: 'El recuerdo es el único paraíso del que no podemos ser expulsados'.

        Von Bruck, sin saberlo, se retrataba ante el visitante que detenidamente leía los pensamientos en tesela conformadores del mosaico de su personalidad: desconfianza, un cierto comunismo evangélico, fe en la obra artística, soberbia, senequismo, nostalgia, independencia, ironía.

         Sorprendía en el gabinete el lujo de la decoración. Mantenía Von Bruck que al hombre sólo lo salvan las formas. El escritorio de palisandro con soporte de hermas, cuyas cabezas eran filósofos y esfinges, llevaba la firma de Thomas Chippendale y ocupaba la parte frontal de la estancia. Al fondo un tresillo rodeaba una lujosísima mesa de ajedrez de marquetería anglo-india. En el lateral derecho junto al primer ventanal, una mesa redonda con soporte central de madera dorada y superficie de nogal, de borde funicular, era el lugar de reunión de quienes pasábamos por ser sus amigos. Sentados en cómodas sillas de madera satinada, policromada, con respaldo de escudo, la amistosa charla se dilataba desde las tres hasta las siete.

         Nuestro hospitalario y culto amigo nos obsequiaba cada tarde con un riquísimo chocolate. El centro de la reunión por unos momentos era la humeante y plateada chocolatera genovesa con asa de madera y con la parte superior de la tapadera en forma de bellota. Von Bruck, perfecto conocedor de la literatura española y amante de la literatura francesa, tenía minuciosamente organizada su diaria actividad: desde las nueve de la mañana hasta las doce del mediodía escribía en una vieja tablilla, tumbado en la cama, almorzaba a las doce y treinta minutos; mantenía la tertulia cada tarde; cenaba a las ocho y seguía escribiendo en la cama de once a una media de la madrugada.

        Al despedirme, inconscientemente me detenía ante el tapiz de las Bacantes de François Boucher que completaba con los tapices laterales la serie de los Amores de los Dioses. Luego miraba distraídamente algunos libros de la estantería que ocupaba todo el muro izquierdo: El Libro de Buen Amor de Juan Ruiz de Cisneros, Lazarillo, El Quijote, Las Glosas de Sabiduría de Shem Tob, el Polifemo de Góngora, Hamlet, El Derecho Público en Roma, las Lecciones de Derecho Civil, un diccionario de términos jurídicos, una antología de cuentos rusos, Handwörterbuch Spanisch-Deutsch / Deutsch- Spanisch, Eugénie Grandet de Balzac...

        Von Bruck conocía todos mis gustos. La tarde de mi primera visita el barón, engolándose, se dirigió a mí mientras la städerska nos servía una taza de chocolate.

        - Querido Ángel, tomemos la bebida de Quatzalcoltl, el jardinero del cielo, quien después de abandonar el edén, donde moraban los primeros hijos del sol, trajo a la tierra las simientes del cacao, árbol divino que procura un alimento de dioses. ¿Sabía, usted, mi ilustre cónsul, que los mejicanos convirtieron el cacao en planta alimenticia por excelencia y que sus frutos hacían las veces de moneda? Me sorprendía el tono cursi que adoptaba mi interlocutor mientras paseaba frotándose las manos. 

             - Seguro que ignora que su sistema monetario tenía tres unidades: el countl, equivalente a cuatrocientas bayas de cacao; el xiquipil que valía doscientos countles y la carga que tenía el valor de tres xiquipiles, veinticuatro mil bayas... Pero dejemos la erudición y tomemos nuestra taza.

            ¡Menudo tostón!, pensé. Yo sabía, además de eso, que chocolatl significa agua de cacao y que está formada de choco ´cacao´y de latl ´agua´. También pude decirle que el emperador Moctezuma tomaba diariamente cincuenta tazas, pero opté por sentarme y saborear el agua de cacao en una primorosa jícara de porcelana blanca con una leyenda: ´Chiado-Lisboa´. Recordé a Alface que acababa de enviarme su libro Excursión al monte de Venus, primer premio de la revista erótica "O sorriso do coelho".

         Lo que no se atrevió a decir Von Bruck fue que el poder estimulante del cacao se debe a un alcaloide que se conoce con el nombre de teobromina. Sólo un gramo de esta sustancia suministrado a un conejo basta para ocasionarle la parálisis de la médula espinal y la muerte en menos de veinticuatro horas.

         El proyecto Werther pretendía ocasionarme una parálisis progresiva potenciando el contenido relativamente pequeño de teobromina de una diaria taza de chocolate con un alcaloide mezclado en la pasta de harina miel y nata de los dulces. Mi dulce afición granadina acabaría perdiéndome.

      Pienso, como prueba de mi forzado suicidio, dejar las servilletas manchadas para que así mi familia pueda un día aclarar toda la trama que se ha urdido contra mí y dejar limpio mi nombre.

          El alcaloide que mezclaban a la pasta era, según descifré en el manuscrito en el que se describía pormenorizadamente la operación, el denominado conina que mezclaban con mayor facilidad por ser líquido.

       Cuando hago memoria de lo que me sucede son las once y veinte en Hagemberg.

         Desde que lo supe no duermo ni, por supuesto, pruebo bocado hasta que Amelia no se presente con el niño. Me escribió diciéndome que llegaría hoy a las cuatro de la tarde y mis hermanas me han confirmado la noticia, han salido de España el día veintidós. Ya he comunicado a la embajada de San Petersburgo que Amelia Roldán y mis 'dos hijos' llegarían el 29 de noviembre.



        He preparado en mi pequeño despacho distintos contravenenos por si se presentan síntomas indicativos de que he sido envenenado, así como también indicaciones para que quien se presente pueda salvar mi vida. Voy a dejar una nota fijada en el cristal de la ventana:

       Para expulsar del estómago el tósigo, debéis hacerme cosquillas en la parte posterior de la garganta; en la repisa verde del aseo hay vinagre en un vaso pequeño y jugo de limón en la botella que está junto al vaso, por si el envenenamiento pretenden realizarlo, tal como he visto en el plan, con un alcaloide. Ahora bien si sospechan que estoy al tanto del asunto,pretenderán utilizar un ácido fuerte. Entonces deberías hacerme tragar magnesia calcinada que guardo en el cajón central de la mesilla de noche en mi dormitorio, o bien  bicarbonato, yeso o cal, que guardo en la parte superior.

        
¡Dios mío, cuánto abandono!
        ¡Un hombre no puede quebrarse así!
        ¡Tanto esfuerzo, Dios mío!

        Vuelvo de nuevo a hacer balance de mi vida y me enredo en el recuerdo de mi "primera oposición". Conseguí en el Instituto General y Técnico de Granada una ayuda de quinientas pesetas que me entregó don Benito Ventué y Peralta, secretario del centro.

      Una inmensa satisfacción nos embargaba a todos los premiados: Carlos Vigil de Quiñones y Alfaro, Manuel Deleito Maroto, Emilio López Osorio, José Martín Barrales, José Casado García, Joaquín Orense Talavera, Francisco Olmedo Martínez, Francisco Ordóñez Morales y yo mismo.

       Recuerdo que fuimos a celebrarlo a la Fonda Europa y por catorce reales almorzamos "divinamente", según repetía Deleito.¿Qué habrá sido de ellos? ¿Ubi sunt?

        La historia de la humanidad es un escrito anónimo donde todo es recuerdo de la muerte. ¿Quién salva nuestra inconsistencia de náufragos arrojados en el mar de la sólo teórica libertad?

      ¿Quiénes fueron los míos?, ¿qué cadena de sangre me trajo aquí?, ¿ante quién se humillaron?, ¿cómo eran?, ¿qué calle los vio pasar?, ¿qué árboles fueron papel-mensaje al corazón grabado?, ¿cuándo sintieron el primer frío de acero tenso del grito?, ¿dónde los míos? Estoy aquí, solitario y anónimo, sin señales, aquí en Riga sorprendiéndome vivo.

        Los míos, campesinos irredentos, interrogantes mudos entre el cielo y el suelo, bíblicos, impasibles, no amasaron el pan pues nunca el pan fue suyo, y quedaron perdidos allí en el Sur-Infierno, testigos ante los  malos vientos, perdida la blanca nieve del algodón en flor, el bieldo y la galera, roto ya el abacá de la esperanza.

    Vuelvo a releer el manuscrito. Es preciso que descifre su contenido. Sus últimas indicaciones estaban escritas en ruso. Hice el esfuerzo de traducirlas, pues pensaba que en ellas se contendrían las órdenes más precisas.

       Busqué los tres libros de Gramática Rusa que Mascha me había regalado y un diccionario pequeño que encontré en la librería Petersson de Helsingfors.

      Tenía ante mí un trabajo impresionante y me ensimismé en él con la misma ilusión de juventud, con la misma inquietud con la que recibí mi primera clase de Lengua Francesa en 1886.

       Me autonovelé y perdí todo el temor.
       La nota  final manuscrita del documento decía:


 Вéра - нýжно кóнчить - скóро нри испáнскии -
 он один грустить нýжно  кормлю  химик  врау
 как  раз  чéреэ недéлю  парóль  вэртэр час - 
 в3  часоэ  ноябрь -  день  срeдá  гибель -
 корáбль  при рекá



        El mayor desasosiego no lo produce el hecho de morirse, sino cuándo y dónde. La pequeña nota final del manuscrito, que  relataba hasta el más mínimo detalle de la operación y que descubrí por casualidad en un secreter de la mesa del despacho de Von Bruck, no resultaba fácil de descifrar ya que estaba escrita con los caracteres cirílicos de la lengua rusa. Con mi nunca desfallecida voluntad comencé a traducir el texto. Para facilitar su lectura lo transcribí fonéticamente:


Bera - Núzno konchitl - skópo pri ispanskií -
on odín grustit nuzno kormlju ximik vrau
kak ras cheree njedjelju paról Berter chas
V3 chasoz nojabrie djen sredá gibjel 
korábl pri rjeká

        
La primera palabra, Bépa, me llevó casi un día hasta que por fin pude apreciar su verdadero significado. El diccionario traducía ´fe´, y era muy difícil saber por qué en el texto se aludía a la fe. Mis conversaciones con Von Bruck fueron, en ocasiones, relativas a mi viejo problema de fe, a mi trágico vacío religioso, a mi marginación de Dios. Von Bruck se admiraba de mis largos parlamentos y prestaba callada atención:

- En el fondo, las formas superiores del simbolismo intelectual son agradables pasatiempos, sin razón y sin objeto porque no pueden tenerlos las cosas humanas si el hombre mismo no las tiene. 
Von Bruck callaba.

 -Todo perece, al fin y al cabo, y sólo queda como trabajo útil el sostenimiento de la especie al que contribuyen los hombres menos cultos con mejor resultado que los sabios y artistas.

- Cuando uno no cree en nada y no desea nada, se queda uno en la gloria. En cuanto al pesimismo del Kempis, ríete de él. ¿Qué pesimismo puede haber en quien cree? El que vive en Dios no tiene necesidad de otras menudencias. Para ser pesimista hay que no creer en nada y empeñarse en concebir el mundo como algo serio, en el que el hombre tiene que tocar el pito y no sabe cómo.
Von Bruck callaba.

- Conste que yo no creo ni quiero creer por ahora. Llegaré un día a encerrarme en un castillo y a no creer ni en la existencia de los hombres.

       El barón, casi siempre, planteado el tema me seguía la corriente, y así discurrían las frías horas de Riga.

         No obstante, averigüé, que no eran alusiones a mi problema de fe lo que encerraba la palabra inicial. Descubrí en un apéndice de la gramática rusa una lista de  nombres propios rusos femeninos y me entretuve viendo algunos de ellos y analizando sus llamativas formas


Алексáндра Alejandra        Анна         Anna
Антонина   Antonina           Варвáра    Bárbara
Вера            Bera                  Лариса       Larisa
Мария        María                Наталья      Natalia
Ольга         Olga                  Софья          Sofía


De los 32 nombres que aparecían en el apéndice, efectivamente Bera era uno de ellos. Me faltaba saber quién era esa misteriosa mujer a la que se dirigía el mensaje. Continué la penosa traducción y por fin pude leer el aterrador documento, ya intuido como terrible desde el principio.

       El texto decía: Bera, es necesario acabar pronto con el español. Está solo y se siente triste. el médico debe darle el producto químico justamente dentro de esta semana. Santo y seña: Werther. Hora: las tres, noviembre, día martes 17. Muerte, barco en el río.

Desasosegado, me dispuse a escribir una carta a quien yo suponía pieza importante en la trama que se disponía a eliminarme. Cogí pluma y papel y dirigí el escrito de salvación a Mr. Powers. Previamente releí la carta que L. Powers me había dirigido desde el Hotel de Rome.

    Muy Sr. mío y distinguido amigo:
    Siento muchísimo decirle que no me es posible complacerle según me pide en su esquela de anoche. No podré acudir a su casa entre las diez y las once de la mañana, pues me encuentro bastante indispuesto, habiendo pasado una noche algo mala, pues me temo que he cogido un poco de frío, pero si usted me quiere hacer el favor de pasar a esta fonda le estaré muy agradecido.
    Se despide de usted affmo y ss. q. b. s. m.
    Luis Powers, Vicecónsul de Rusia en Gibraltar.

    No sabía qué determinación tomar. ¿Podría dirigirme a Von Hacken? Siempre la sombra de Amelia turba las más puras ilusiones de amor. La hermana de Von Hacken tiene la inmensa dulzura de estas tierras. Ir al Hotel de Roma me parecía muy arriesgado; un accidente podría acabar conmigo. No iré.

       ¿Qué hacer?, ¿adónde huir ahora? Por todas partes me vigilan y, sin embargo, nadie cree mis temores. ¡Dios mío, cuánto abandono! 
       
        Por fin, le escribí:

      Muy Sr. mío y distinguido amigo: 
   Me es imposible acudir al hotel, pues estoy verdaderamente ocupado; a las cuatro llegan mi mujer y mi hijo; antes debo arreglar unos asuntos en el Consulado.
     Podíamos tratar el asunto en el vapor que cruza el río alrededor de las tres y media. Espero que las pequeñas molestias que padece no le impidan estar presente.
     Saludos.
     Ángel Ganivet, Cónsul de España en Riga.

     Aguanté como pude todo mi miedo. Descubrí que no debía ser yo el centro de la trama, porque de otra manera habría muerto ya. En efecto, miré mi agenda, regalo de mis amigos granadinos, y después de comprobar que era martes, vi que 'estábamos' a 29 de noviembre de 1898. (¿A cuánto estamos hoy, Ángel?, recordé a mi madre que continuamente preguntaba la fecha).

    Si el manuscrito fijaba el 17 de noviembrre, resultaba claro que habían sido alucinaciones de mi cabeza, algo flaca últimamente, las alarmantes y bien urdidas amenazas.

    Me tranquilicé bastante y me preparé para ir hasta la oficina del Consulado y resolver algunos asuntillos antes de que llegara Amelia. 
   
   Me dirigí al vaporcillo que cruzaba el Dwina y miré el reloj mientras esperaba su salida. Eran las tres menos diez minutos (me intranquilicé por momentos, pero volvía a pensar en la fecha ya pasada según mis cálculos).

    Hacía frío. En el barco, las mañanas desapacibles acostumbraban a ofrecer a los pasajeros una taza de té bien caliente. Acepté la humeante taza de té como todos los demás viajeros.

   El barco zarpó para su pequeño y monótono viaje.
   - Bera, oí gritar al capitán del barquichuelo que se había situado ya en el centro del río.

   Se me heló la sangre, sentí fuego en el estómago,tambaleándome pude todavía ver en la popa del barquito a Mr. Powers, sonriente...

    Luego… una eterna sed de agua.

    En la mugrienta madera del puente, agitado por el viento frío del otoño, un calendario ruso marcaba en rojo el día 17 de noviembre de 1898.